martes, 18 de diciembre de 2012

Alabanza del Pimiento (18/12/2012)

Como una manera de destacar el nombre de nuestro barrio, que lleva como apellido Pimiento, se hace preciso dejar plasmado en este blog la concepción de este árbol del desierto, único en su género y que nos ha condicionado como habitantes de una tierra desértica, minera, con excesos, pero con gente buena (no todos por supuesto) que vive tranquila y se siente un pimentino de corazón.

¡Pimiento, abandona tu vigilancia y vente con nosotros -dicen los vientos traviesos de la pampa.-!.
El Pimiento no escucha, agacha su cabezota verde y espera que un día todos los pimientos marchen a conocer la cabriolas del mar.¿Qué nutre sus raíces que no temen avanzar hacia las entrañas de las piedras?. El pimiento no es un árbol. Para crecer, generoso y solo , en la desgarradora infelicidad de la pampa, se precisa haber sido, antes que árbol un minero: el pimiento es un minero que se convirtió, en proceso de sangre y fortuna, en aventurero y solitario, que se quedó, repentinamente, preso en sus alucinaciones y que varió su cabeza de áureas fantasias por un ramaje duro y verdoso, como cabellera de dios de pantomima; y que permutó sus manos por una fragancia que recuerda no se sabe qué bosques olvidados en el tiempo; y que dio a sus piernas destino diferente de anclas de la soledad: las piernas de este minero son alimentadas por secretos jugos que le permiten alzarse, sin claudicar jamás, en mitad del desierto.
Allí, verdea el pimiento, como un padre de soles. Pastor de la distancia. Todo es plano y seco. Sólo él rompe las horizontales con su actitud de anacoreta, con su cuerpo de penitente, inmóvil y plácido. Se le ve desde lejos.
Y uno no podría asegurar que esa sombra que se yergue remota sea un árbol, o un ser que decidió su suerte en amor de brasas y espejismos. El pimiento es un minero. SÍ, un minero que, fatigado de explorar, decidió catear la soledad celeste que en la pampa parece tan próxima...
Dejó que el viento le robara su mula; que sus alforjas fueran llevadas por los cateadores fatasmas que, en las noches varían las huellas y derraman las cantimploras, vengando sus malandanzas; y se arrodilló en medio del desierto, y el desierto, poco a poco, obtuvo de él un árbol: el único árbol capaz de florecer en aquella cuna de tormento.
Sus raíces se hunden valientes en la piedra, ¡minero al fin! y su aroma no es sino un ardid del transfigurado para descubrir, un día, ¡la veta del cielo!.

Este poema fue escrito por el connotado antofagastino Andrés Sabella en el año 1959 en el libro "Norte Grande".

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